Un Hogar Ardiente

 





Y broto, broto, casi como la vid en su tiempo de crecimiento, brotando de la vid, brotando en la boca de la bestia que decía: "Ellos no tienen que ir!". Lo qué dijo con un arma, una pistola, prominente en su cintura. El Profeto vino a llevar a los niños a un lugar seguro porque lo vio venir, lo vio venir. Explosiones, fuego, ventanas rotas, cristales volando como pájaros afilados y enojados en las caras de los niños. El Profeto vio la muerte cerca, a la vuelta de una esquina, no muy lejos en el futuro, pero tan cercano como el olor a gas venenoso antes de que una chispa se encienda y todo quede envuelto en llamas.


Los niños eran premios preciosos, fichas, muestras del ego de la bestia. El Profeto no era ni un guerrero ni un soldado. El Profeto no era un cobarde y su vida pesaba menos que una pluma. El Profeto podría ser sacrificado, tenía que serlo, porque las vidas de los niños pesan más que todos los átomos de una estrella de neutrones. 


El Profeto le respondió "Tomate tu tiempo! ¡No te apresures! Sin prisas!" La bestia vistió a los niños. Él los vistió con ropas. La bestia se movía más lentamente, porque en ese hogar pobre e indigente todos tenían que obedecer su voluntad. Y cuando los premios fueron envueltos en pañales y colocados en el carro, la bestia los besó. Porque era la última vez que los vería.


El Profeto se fue con los niños. El niño presionó botones, la niña permaneció en silencio. En el espejo retrovisor, el Profeto vio un hogar ardiente.


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